27 de noviembre de 2009

CONQUISTADORES DEL DESIERTO

Este cuento lo escribí hace unos años recordando, por las palabras de Soriano,  nuestro viaje a la Patagonia, cuando decidimos dejar la ciudad de Buenos Aires y trasladarnos a esta parte del país.




Anduvimos más de dos horas por un camino pavimentado, recto, nuevo, sin árboles ni rastros de gente, una de esas rayas trazadas al infinito, de las que hablaba Osvaldo Soriano. Así continuó por tres horas más, unos 300 kilómetros. El sol parecía calentar más en esas soledades.

- Cuando veamos una sombrita paramos a descansar y a comer algo. - dije.

¡Ilusa! Encontrar un árbol en el desierto. El viento caliente que entraba por las ventanillas abiertas del flamante Fiat 1500 familiar, hacía temblar el plástico de los envoltorios; producía un monótono ronroneo.

Miré a mi hijo, estaba dormido en el asiento trasero, su rubia cabecita apoyada sobre el televisor, que ocupaba el otro asiento junto a bolsas, libros y las últimas cosas de la mudanza. Detrás, las plantas del balcón y la pecera, con el agua tibia ya, ¿resistirían los peces? Necesitaba agua fresca.

- ¿Falta mucho?- Pregunté a mi marido, que se había puesto una toalla mojada en el cuello.

- Un poco más y llegamos a 25 de Mayo, allí cruzamos el río Colorado y entramos a la provincia de Río Negro.

¡El río! ¡Qué ganas de poner los pies en el agua!

Habíamos salido temprano, por la mañana. La primera parte del camino, en la provincia de Buenos Aires, fue agradable. Había muchos eucaliptos y otros árboles grandes cerca de la ruta, pueblos, casas de campo, lugares para descansar y tomar algo. Pero a la tarde, al dejar Santa Rosa, el paisaje cambió: no más verde, no más árboles, no más fresco, no más pueblos ni casas ni estaciones de servicio donde comprar algo fresco. La vegetación se fue achatando. De los enormes eucaliptos a los pequeños caldenes, que se espaciaron hasta desaparecer, dejando paso a las jarillas, neneos, matas espinosas de alpataco y pastos duros.

Al cansancio del día anterior por el ajetreo de empacar, cargar y limpiar, se me sumó la incomodidad del viaje y la falta de sueño por la ansiedad de la nueva vida lejos de los familiares y amigos. Sólo me alentaba la esperanza de estar más tranquilos, más cerca de la naturaleza, con más tiempo para nosotros mismos.

¿Estaría viendo visiones? A lo lejos se divisaba un bosquecito.

- ¿Ves? Allá paramos, es 25 de Mayo.

Junto a la estación de servicios había un camping con mesas, bancos, árboles y… ¡el río!, ancho, profundo, correntoso, con una pequeña playita de piedras redondas. Mientras mi esposo cargaba nafta, desperté a mi hijo, lo tomé de la mano y corriendo, casi volando, fuimos hasta la orilla, nos descalzamos y, ya estábamos casi en el agua cuando los vi. El lecho pedregoso estaba cubierto de cangrejos, algunos salían del agua y se acercaban a nosotros con ese andar lateral, tan peculiar y amenazador. Volvimos al auto con la misma velocidad con que salimos de él, pero asustados, sofocados y más acalorados todavía.

Aún nos faltaban ciento cincuenta kilómetros de esa raya trazada al infinito, como hubiera dicho Soriano.



2 comentarios:

Mariano Coronas dijo...

Bueno, Silvia. Me has dejado a la mitad, impactado imaginando tu cara al ver tantos cangrejos. Creo que deberías seguir contanto hasta tu llegada a Allen, los primeros días en la localidad y en la escuela... Ahí tienes tema. Es un buen relato.

Silvialuz dijo...

Gracias Mariano, tal vez un día me "inspire" y cuente algo más